
Es bien sabido que, durante la crisis por la Covid-19, la afluencia a los servicios de urgencia por parte de la población se ha reducido significativamente, restringiéndose a los casos exclusiva y verdaderamente urgentes, aparte de los sospechosos de Covid.
Ello, si bien también puede haber enmascarado algunos casos graves (tema del que no vamos a hablar en este artículo), hizo pensar en un principio que podría tener, a largo plazo, un efecto positivo en los servicios de urgencia, habitualmente colapsados y dedicados, por desgracia, en muchas ocasiones a servicios de atención que no pueden ser considerados en modo alguno una urgencia clínica.
Parecía que por fin la población había tomado clara conciencia de que los servicios públicos son servicios de y para todos, pero que deben ser utilizados con criterio para que puedan cumplir la función para que están previstos.
En otro ámbito, una amiga, arquitecta dentro del área de parques y jardines de un ayuntamiento de una gran ciudad de España, me hablaba en unos términos similares respecto al uso de las áreas comunes de las ciudades, que también son un bien de todos: “si la gente supiera el presupuesto que gastamos en arreglar los daños causados por vandalismo y que es dinero de nuestros impuestos que tenemos que dejar de aplicar en otros proyectos de más valor, creo que todos se echarían las manos a la cabeza”. No tiene sentido.
Los servicios públicos, obviamente lo son, pero ello no significa que podamos hacer el uso que queramos de ellos ni, por supuesto, un mal uso. Más bien debería ser todo lo contrario: con lo propio uno debería poder hacer lo que quisiera, pero con lo que es de todos deberíamos sentirnos éticamente más obligados a hacer el mejor uso posible. Por el resto de nuestros con-ciudadanos. Se llama civismo. Y solidaridad. Y tener cabeza y no malgastar los recursos que salen de nuestros impuestos y que pagamos todos.
Además, como se ha demostrado en el caso del Servicio Nacional de Salud (SNS), éste se trata efectivamente de un bien de un valor incalculable para nuestra sociedad. No podemos ni debemos malbaratarlo, ¿no?
Tres noticias aparecidas en los últimos días en medios alentaban esta esperanza.
De una parte, la Asociación para el Autocuidado de la Salud (Anefp) calculaba que ese sector crecería también en 2020, manteniendo, pese a la crisis su tendencia de los últimos años.
De otra, que España no es sólo el país con la mayor y de más capilaridad red de farmacias de toda Europa, sino que, además, el nivel de confianza de la ciudadanía en ellas y sus profesionales farmacéuticos también es la más alta del continente.
Y, por si ello fuera poco, en tercer lugar y en el mismo artículo, también se comenta que España es el país de Europa más satisfecho con su SNS y que además más confía en la telemedicina.
Sin embargo, la realidad vivida en esta desescalada, parece ser otra. Una buena amiga, médica de un servicio de urgencias de un Centro de Salud, vivió con espanto en una de sus últimas guardias cómo acudía a urgencias una persona con una picadura de avispa, pidiendo además que le recetará “amoxicilina, que es lo que a mi me funciona mejor”.
Al profesional de turno no le queda otra que poner su mejor cara, indicar que no es el tratamiento indicado en ese caso y, de todos modos, exponerse a una denuncia por insatisfacción con el servicio prestado o incluso, a una agresión (verbal o hasta física).
Creemos sinceramente que nuevas y extraordinarias oportunidades se nos abren para optimizar la gestión de los recursos sanitarios de carácter público, para hacerlos cada vez más eficaces y a la vez más sostenibles.
Y, más allá de revisar sólo procedimientos internos de trabajo y elementos que recaigan exclusivamente en el quehacer de los profesionales de los centros médicos, seguramente serán necesarios pasos decididos en otras direcciones, que nunca antes se han dado.
Como, por ejemplo, una apuesta clara en pro de la integración del SNS con el sistema nacional de farmacias (siguiendo el ejemplo de países como Portugal, Irlanda o Francia, país éste en el que más de 17 vacunas distintas, incluyendo la de la gripe, son administradas en las farmacias en las mismas condiciones de gratuidad y asistencia que en un Centro de Salud).
O también con un apoyo real a programas verdaderamente efectivos de formación a los ciudadanos. Y es que tenemos, por ejemplo, una estupenda asignatura llamada “educación para la ciudadanía”. Quizá sería hora de que contenidos vinculados al autocuidado de la salud tuvieran un lugar importante en los programas educativos de nuestros hijos, que son los ciudadanos del futuro. Y extensibles a toda la población a través de otros medios.
Y es que, probablemente, toda persona debería saber que las picaduras de avispas o de abejas son habituales y también dolorosas, pero que pueden ser tratadas de forma efectiva aplicando frío (hielo) en la zona, además de una solución de amoníaco rebajado (una alternativa es el conacido Afterbite), que actúa calmando el picor que produce el veneno que inoculan esos insectos. Y que, sólo si el dolor persiste o se experimenta una reacción alérgica (sensación de urticaria por todo el cuerpo, dificultad para respirar con normalidad o presencia de ronchas y enrojecimiento en la piel), es aconsejable acudir al médico o a un Centro de Salud (y no necesariamente a Urgencias), para una evaluación especializada por parte de un facultativo y que eventualmente indique el tratamiento que estime conveniente.
Si nuestros servicios de urgencia del SNS se deben dedicar a picaduras de avispa sin complicaciones de ningún tipo, probablemente tienen un mal futuro.